INGENIO DE CASTILLA
A la vecindad del Henares bajaron las invernales brumas.
Entre acuosos algodones, las esbeltas figuras de árboles centenarios parecen
emanar efluvios de la dormida tierra. Cerca, las torres complutenses se yerguen
poderosas como fanales del tiempo. A su regazo se acogen los desvaídos rodales
de neblina, y el éter, teñido de agua y cielo, borda aureolas de blanca pureza
sobre el caserío dormido, sobre las cimeras espadañas de arrugadas sienes
pétreas, sobre las plazas que se desperezan ávidas del día y de sus gentes.
Duerme aún la milenaria Iplacea, duerme
aún la vetusta Compluto, duerme aún la medieval Santiuste germinada en martirial
sangre inocente, duerme aún la renacentista Alcalá velando sus armas y sus
letras, afilando el adusto ingenio de Castilla. Todas y una esperan que un
clarín las despierte para afirmar el espíritu y recorrer un nuevo tramo,
espeso, tal vez duro, serio y esforzado, asentado en la patria de la lengua,
del camino del mañana hispano.
Forjado en sol, un repique de campanas orla, hasta el
horizonte, el silencio de la aurora de España, hacedora de encuentros. Una
salmodia de rezos borda el vacío de los claustros. La sirena de la fábrica
hiende las primeras luces del arrabal compitiendo con el cornetín de órdenes,
que riza la diana, como un agudo estilete, en torno al céfiro de la mañana que
acaricia los barrios ungidos con la honra del sudor. Como blancas palomas de
vuelo etéreo, las estudiantiles risas se enredan con el viento y se esfuman
juguetonas para transformarse en las aulas en alma del futuro.
Huye la soledad, y un torrente de vida inunda las rúas
para de nuevo «facer Españas» mientras la ciudad deja morir dulcemente en su
boca el amanecer.
Manuel Montes
Rodríguez
(IX Antología)
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