LA BACÍA
-¿Le rapo a vuesa merced
las barbas? -le dijo alzando la bacía.
El caballero montaba
alfana, calzaba bruñidas espuelas, lucía luengas barbas y se tocaba con
chambergo ornado con una larga pluma colorada. Recorría el mercado como quien
revista a su tercio antes de combatir, y las mozas le miraban curiosas
rebujándose para murmurar sin ser vistas. Se detuvo, se mesó los largos bigotes
y miró con displicencia al barbero.
-Aún no ha nacido el
ferrero que bata el metal de la bacía con la que un barbero remoje las barbas a
este fijodalgo y cristiano viejo –habló como quien lanza un desafío-. Que son
seña de señorío y jamás vieron a su dueño usar las manos para trabajar.
-Advierto a vuesa merced
que esta bacía tocó la cabeza de otro fijodalgo que desfacía entuertos y
socorría a los menesterosos como si de caballero andante se tratase –respondió
muy digno el barbero.
-Si la usó como tocado,
a fe mía que ese caballero debía tener perdido el juicio y nadie atendería a
sus razones.
-Yo le escuché una que
hace al caso, y es que con cualquier trabajo se facen grandes las Españas.
-¡Jamás se habrá
pronunciado tamaño desatino a uno y otro lado de la mar océana! –exclamó
enojado el caballero.
-Puede vuesa merced
pensar lo que quisiese, pero parecíanme los dichos de aquel caballero andante
atinados consejos, y los de vuesa merced desatinadas consejas.
El caballero tentó la
espada, fijó sus ojos en los del barbero, que le mantuvo la mirada mientras
sostenía la bacía en una mano y la navaja en la otra, fuese, y no hubo nada.
Manuel Montes Rodríguez
(VIII Antología)
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