SUKRAN
Mi marido era químico y
trabajó en Fos Bucraa hasta diciembre de 1975, cuando la empresa se vendió casi
íntegramente a la Office Chérifien des Phosphates. Entonces él y yo
abandonamos, como todos, el territorio que había sido nuestro hogar durante
unos preciosos años. Adiós a la bonita vivienda que ocupábamos, los amigos, la
escuela donde trabajaba…
Yo era maestra y daba
clases de español a los niños nativos de El Aaaiún. Guayetes, los llamábamos.
Cada día me enfrentaba a
aquella veintena de pares de ojos ansiosos por asimilarlo todo. Y, en la gran
pizarra negra, les explicaba cómo se conjugan verbos como amar, tener, partir… Aprendían
rápido el idioma que teníamos en común, y lo hablaban bien, con un simpático y
cálido acento. A su vez yo me empeñaba
en conocer el suyo, y ya manejaba un vocabulario aceptable.
El español tenía futuro
en aquel país, y en el mundo. Se lo íbamos a dejar como legado, junto con las
instalaciones donde trabajaba mi marido, la larga cinta transportadora, los
edificios administrativos, el aeropuerto… Les dejaríamos viviendas recién
construidas, un cuerpo de policía… un país en marcha.
Nos habían asegurado que
todo iba a ser una cesión paulatina, y algún día yo transferiría mi puesto a
una profesora nueva, joven, nacida y crecida allí, en la provincia más reciente
de las cincuenta y una que teníamos; el Sahara.
Pero una mañana fui al
colegio solo para recoger mis pocas pertenencias. De un plumazo, el futuro se
había acabado. Los alumnos se habían marchado, asustados, llevándose consigo mi
idioma y parte de mi vida. Amaron, tuvieron, partieron…
En la pizarra, antes de
irse, los niños habían dejado escrito con tiza y en grandes letras: «Sukran,
mualima» («Gracias, maestra»).
Todavía hoy se habla
español en los campos de refugiados.
Iñaki Caballero San Martín
TOLOSA (Guipúzcoa)
(VIII Antología)
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