EL INDIANO
Las aguas azules y dormidas, brillante espejo del celaje calmo y divagante,
dispersaban efluvios antillanos. El céfiro de la tarde acariciaba palmas y
transportaba aromas de framboyán y tabaco, de café y guayaba.
Más allá de majestuosas palmeras que orlaban la entrada de la casona, bajo
el árbol de fuego que iluminaba el éter con llamaradas de pétalos de intenso
rojo, recostado en un sillón de caoba y enea, los ojos entornados, la guayabera
de lino abierta y el sombrero levemente caído hacia la nuca, el indiano
saboreaba el habano que todas las tardes se permitía fumar mientras deslizaba
la vista por el Cantábrico estival. Miríadas de blancos reflejos impregnaban la
brisa que, a rachas, acariciaba las melenas, las faldas de las muchachas que
dicharacheras paseaban en la frontera del arenal como flores claras. Las ondas
de agua y espuma arribaban a la canela arenosa de la playa como mensajeras de
ultramar.
—¡Abuelo, mira lo que he encontrado, la trajeron las olas!
La niña llegó corriendo con una gran caracola en las manos. Impaciente y
solícita se la colocó en la oreja.
—¡Se oye la mar!
Lo dejó escuchando y se fue de nuevo corriendo. Su piel tostada, herencia
de la torcedora morena que lo había enamorado en las tierras de Vuelta Abajo,
brillaba broncínea bajo el sol.
Dicen que todos los mares suenan igual, pero el rumor que traía aquella
caracola tenía acentos de la Gran Antilla, dejes taínos, sonidos caribes. Traía
añoranzas de tierra caliente y amores mestizos. Encendía sueños de la eterna
juventud que construye las Españas de ambas orillas.
(XII
Antología)
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