ARTISTAS DE LA PALABRA
Aprendí a leer en la escuela de
párvulos de mi pueblo en las entrañas de la meseta castellana. A mis cinco
años, la lectura transformó la tierra reseca donde vivía en un lugar legendario
donde los ángeles jugaban a los bolos en las tormentas, los trasgos se
escondían en los pajares y el beso a una rana hechizada liberaba a un príncipe.
Arrimada a la lumbre de la trébede en las tardes del crudo invierno, con los
chupiteles colgando del tejado, devoraba cuentos de hadas y relatos de
fantasmas que avivaban la chispa recién encendida de mi imaginación.
En el colegio, la lectura de los Sendas, libros de tapas marrones repletos de textos literarios, despertó en
mí una sed inextinguible de leer que me dura hasta hoy. Entre sus páginas me
topé por vez primera con doña Elvira y doña Sol, las malcasadas hijas del Cid,
y con el pícaro Lazarillo en busca de un mendrugo que llevar a la boca. Allí
conocí al célebre hidalgo a lomos de Rocinante y a Platero, mi burro peludo
favorito, y supe de las andanzas de un niño raro llamado Alfanhuí. Descubrí que
la lengua que hablaba, ligaba a un inca llamado Garcilaso con el poeta toledano
del mismo nombre y era la misma lengua en que escribían Antonio Machado y Rubén
Darío y también Lorca y Gabriela Mistral. Allende el mar, en Macondo pululaban
extraños personajes que me recordaban a algunos de las leyendas de Castilla la
Vieja que me contaba la abuela. Gracias a los Sendas en mis primeros años de colegio fui adquiriendo consciencia del hecho
extraordinario de que durante siglos antepasados míos, a uno y a otro lado del
Atlántico, se habían consagrado como artistas de la palabra en castellano a la
noble misión de «facer Españas: tarea común». Y a medida que profundizaba en
este descubrimiento, una luz se encendía en mi interior y me iluminaba.
Julia Amezúa
Filóloga y doctora en Literatura por la Universidad de Valladolid
Profesora en la Escuela de Arte y Superior de CRBC
Autora de publicaciones de literatura comparada, didáctica y teatro
(XII Antología)
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