
LA
NIÑA DE POLVO
«Polvo
eres y en polvo te convertirás», afirmaba la anciana con severo movimiento de
su índice apuntando al cielo. «Pero ¿qué es el polvo?», seguía preguntando la
niña, inquieta por un misterio que le parecía tan puro como perturbador. Lo
contemplaba diariamente, flotando como cristales en las primeras luces del día
que se colaban por las grietas de la puerta de madera que daba al patio de su
casa. Lo veía descender suavemente con una belleza triste y delicada entre las
flores, frutas y hojas de las plantas de su patio y del árbol de mango en la
casa vecina, que reposaba su inmensidad sobre el techo de zinc de su casa rota.
En esos momentos de quietud, silencio y luz, el polvo era como de un mundo
donde todo era bueno y ensoñador. Pero en otros momentos, el polvo se convertía
en algo macabro. Podía acumularse con un rigor implacable sobre lo que fuera y
hacerlo sucumbir, pues sin importar cuánto se limpiara y sacudiera, él siempre
volvía para apoderarse de todo.
Cuando
llegaba el invierno, la lluvia se colaba por los huecos del zinc. El polvo,
atrapado en el agua, chorreaba de todos los muebles improvisados y corría hasta
el piso donde lo limpiaban. Entonces todo brillaba, las hojas de las plantas,
la casa, animales y gente se libraban de él, hasta que el ciclo se renovaba y
regresaba lentamente. El polvo vivía feliz no solo en aquella casa al oeste de
Maracaibo, sino también en todas las barriadas o núcleos excluidos del mundo.
Seguía gente de tierra y trabajo duro. El polvo era tierra viva, vida
abriéndose paso, era piel de seres humanos, animales y ácaros muertos y sus
excrementos llevados por la brisa. Vida y muerte, principio y fin de todo. Poco
a poco, las palabras de su abuela tomaban sentido para la niña. «Polvo eres y en
polvo te convertirás».
Patricia Alvillar
Sánchez
Licenciada en Idiomas
Modernos
Promotora de lectura
MARACAIBO (Venezuela)
(XIII Antología)
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