EPÍSTOLA
MORAL A MIS HIJOS
Mis muy caros y amadísimos hijos:
Si escribo esta carta abierta es para dar testimonio de una vida
consagrada a la virtud de la lengua y al valor de la palabra.
La palabra es al pensamiento como el agua es a la vida, se necesitan
mutuamente para existir. Y el hombre docto es más docto cuanto más léxico
incorpora a su discurso, de ahí la importancia de una lengua estructurada y
coherente, limpia, fija y esplendorosa.
¿Qué sería de la ciencia sin la lengua, de la filosofía sin las ideas?
¿Y no se elaboran las ideas con palabras? ¿Y no es la palabra la piedra que
sustenta el edificio de la sabiduría?
Nos legaron los godos un latín corrompido y vulgar, pero yo tenía un
sueño, un sueño luminoso, que acaso provenía de la luz meridional de mi patria
de nacimiento, de la Nebrija añorada en la que un tiempo fui feliz.
Luego me fui formando y persiguiendo mi sueño de pulir la lengua
castellana derivada del latín. Por eso fue que escribí mi Introductiones latinae, mi Gramática castellana y mi Diccionario
latino-español.
Al igual que Lorenzo de Médici defendía que la lengua toscana habría de
unificar Italia, yo siempre defendí que la lengua castellana serviría para
unificar el imperio que surgía con el descubrimiento de las nuevas tierras
allende la mar océana.
Me he educado en Bolonia y Salamanca y he gozado del favor de personas
importantes como la reina Isabel de Castilla, del maestre de Alcántara, Juan de
Zúñiga o el eminente cardenal Cisneros.
De las diatribas dialécticas, religiosas e inquisitoriales entre
cristianos viejos y judeoconversos, siempre logré salir airoso. ¿Acaso mi
prestigio me salvó de la quema?
Así pues, os pido que, en cuantas empresas acometáis, procurad buscar
siempre la excelencia, y sed, por encima de todo, buenas personas.
Juan
de Molina
(XVIII Antología)
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