Encarna Martínez Oliveras, de MÓSTOLES, MADRID
Vicente tenía un brillo en la mirada que traslucía una vida de paz y felicidad. Se sentía tan querido que no necesitaba más.
Un día, la enfermera vio que se acercaba el final y puso al corriente a la familia.
Sus rostros reflejaban tristeza; sin embargo, irradiaban la misma paz que él. Pero faltaba una hija, la monja: ojalá pudiera llegar a tiempo a despedirse de Vicente.
¡Al fin llegó! Poco después, la misma hija reclamaba a la enfermera. Con los ojos llorosos y media sonrisa recortada por la dulzura, dijo:
- Mi padre ha pedido que vayas.
Cuando la enfermera se aproximó a él, Vicente le cogió la mano, sonrió y dijo:
- Ya estamos todos.
Ella se sentó en el borde de la cama y, con un nudo de emociones gratificantes aferrado a la garganta, pudo devolver la sonrisa a Vicente quien, alojado en su serenidad, se marchaba.
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