Llevaba dos días subido en la moto, pero parecían cientos.
Cubiertos por el polvo, irreconocibles, habíamos subido y bajado
dunas; habíamos atravesado valles; habíamos escapado
de no pocas trampas; habíamos visto caer a algunos compañeros
y los habíamos ayudado. La carrera más dura del mundo
bien valía todo aquello y yo, una vez más,
tenía la ocasión de disfrutarlo.
Hasta el momento, mis ojos resecos, clavados en el suelo
del desierto, escudriñándolo, no habían tenido la ocasión
de admirar el paisaje; sin embargo ahora, mientras esperaba
la asistencia, levanté la mirada. En ese momento el espacio
me aplastó, la soledad me cercó, el sol y la sed me quemaron
las entrañas. Fui pequeño, insignificante, estaba solo y perdido,
nadie podía ayudarme. Y empecé a llorar,
como no lo había hecho durante hacía años.
Luisa Hurtado González
Licenciada en Ciencias Físicas. Trabaja en la Agencia Estatal de Metereología
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