Recuerdos, retazos del pasado en
gris vistos a través del cristal empañado del tiempo. Así evoco a mi madre,
cuando en las noches frías leía en voz alta aquel viejo libro de tapas
desgastadas que nos calentaba el espíritu, a la vez que el pan y la leche
hirviendo alimentaban nuestros impacientes cuerpos. Los ojos de mis hermanos pequeños
tintineaban como nuestras sombras sobre la pared del humilde comedor, a la luz
del hogar encendido, mientras escuchábamos aquellas palabras que casi no
entendíamos, encandilados con las dulces cadencias de su lengua.
Fuera, la nieve cubría por completo
el espacio entre la atrocidad y nuestros sueños.
Fuimos hijos de la guerra española;
semillas esparcidas muy lejos.
Madre guardaba su lenguaje en un
arcón que albergaba nuestro pasado apenas conocido, la razón de nuestra voz.
Jamás nos pidió nada, solo que recordásemos siempre aquellos fragmentos. Yo,
instintivamente, atravesaba una diminuta puerta, el pasadizo a la tierra que
ella y un caballero andante pintaban para nosotros cada noche con sus palabras.
Pasaron cincuenta años hasta que
volvimos a abrazarnos en España. Mi hermana Ana voló desde Novosibirsk y mi
hermano Luis acudió desde México. Ana, chapurreando un castellano maltrecho por
el tiempo, recordó bellos paisajes llenos de doncellas y amor épico. Luis habló
de tierras doradas de espigas, de gigantes y aventureros en lucha contra el
mal. Yo sabía que estaban equivocados, nuestra niñez cabalgó a lomos del
humanismo, la filosofía y la fuerza de la imaginación. Nos pusimos a recitar
pasajes diferentes los tres a un tiempo.
De pronto nos miramos a los ojos y atónitos, quedamos callados.
-Abuelo, ¿ese es el secreto?
-Sí mi niño.
-¿Me lo leerás por las noches aunque ahora yo tenga que irme lejos?
Laura Cabedo Cabo
Asistente Social
Trabajadora de la
Administración
VALENCIA
(Tercer Premio Orola 2014)
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