CUANDO LO RECUERDO, LLORO
Bien raro es que en una aldea lejana de un país en guerra
sus habitantes erijan una única estatua como altar de su admiración patriótica
a un personaje que ni nació allí, ni en ese país, ni en ese continente. En la
plaza principal de Paribarí, adornada de chicalás, ceibas, limoneros y
malváceos, domina una estatua de tamaño natural con la altivez de un águila.
Sus habitantes le pagaron a un escultor de Bogotá con una colecta que abarcó
cinco municipios para cuyo encargo le aportaron al artista varias fotos del
prócer en distintas edades, pero insistieron en que no lo querían con la imagen
de enfermo y viejo de sus últimos años, ni con la de un penitencial predicador
como aparecen los santos en los almanaques. Querían que le marcara el ceño
fruncido de la determinación, una boca que proclama a la rebelión y el brazo
enhiesto señalando el paso hacia adelante. Se trataba del padre Benigno
Arizmendi, natural de Lanciego, Álava, sacerdote jesuita, párroco de Paribarí durante
cincuenta y dos años. Antes de arribar a Colombia, en 1973, anduvo por Sudán,
Costa de Marfil y Mauritania; El Salvador, Nicaragua y Bolivia.
Pudiendo haber elegido una opción menos riesgosa, se
mezcló con aquellas sufridas comunidades de tal manera que no solo era uno más
de ellos, era el mejor. Nunca empuñó ni aprobó las armas, desanimó a los
armados, concilió los bandos, contribuyó a restañar heridas, exorcizó los
rencores. Fuerte de cuerpo y espíritu superó cinco atentados, fue herido muchas
veces a bala y con mortero de granada, pero jamás claudicó.
Cuando la orden quiso jubilarlo y traerlo a las tierras
apacibles de su nativa Álava para pasar sus últimos días, el padre Benigno
respondió: «¿Por qué he de irme, ahora que somos tan felices?».
Enrique Olaya Escobar
Entre los Andes colombianos y las
orillas de Alicante
(XI Antología)
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