LA BATALLA
—Oímos a las tropas de Pialí Bajá
llegar por sus muchos gritos, pero no sabíamos por dónde nos venían. La isla de
Yerba era profusa en vegetación y extremadamente calurosa. El viaje había sido
agotador, las tormentas abundantes y el agua todo lo contrario.
»Cuando empezó la batalla, nuestros
aliados, desconocidos hasta minutos antes, provenían de Génova, Florencia,
Estados Pontificios y lugares donde la lengua era tan desconocida por nosotros
que los intentos por hacernos entender eran vanos. Moríamos, caíamos a los
linderos presos de las flechas y de las anchas espadas de los malditos,
mirándonos a la cara sin saber qué diablos decían sus lenguas. No había agua,
no había qué yantar y desvanecíamos sobre nuestros propios vómitos sin
remisión.
»Vi a Rodrigo abandonar su
espíritu poco antes de desplomarme, sin yo saber si por la herida, por la
hambruna o por el fragor de la batalla. Antes de cerrar los ojos, vi mi rostro
reflejado en un arroyo y vi la absurdez de la batalla y el dolor que apareja; y
vi una faz sucia, negra, como la de uno de aquellos temerosos de Dios, y a
decir verdad, señora, y a riesgo de no ser creído, me parecí a cualquiera de
aquellos, y aquellos pareciéronseme hombres como nosotros, negros como el
carbón pero con los ojos blancos como los de los píos. Tras esas pieles gruesas
como el cuero vi personas, vi que pudiésemos convivir juntos habitando y “faciendo
las Españas”, y que no hay fronteras, ni razas, ni monstruos; aunque pudiera
deberse a los efluvios de los vómitos y los delirios de los profundos dolores
que sufrí.
»Aquesta fue, señora, la última
vez que vi a su esposo, que orgullosa puede estar de su pérdida por la defensa
de nuestro honor, nuestro Señor, y nuestra patria.
La señora se levantó de la silla
donde escuchaba el relato y se fue, sin llorar.
René Pérez Pérez
Arquitecto técnico
Técnico de prevención de riesgos laborales y formador freelance
Reside en PALENCIA
(XII Antología)
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