LA LIBERTAD EN UNA MALETA ROJA
Hasta la frontera del Tarajal llegaba la línea de autobuses procedente de
la calle Constitución. Varias personas cruzaban la línea divisoria entre
Marruecos y Ceuta. Un silencio cargado de vacilaciones reinaba a esa hora de la
mañana, solo roto por los graznidos de las gaviotas que, apostadas en el
espigón, alzaban su vuelo cuando llegaba hasta ellas el sonido de las bocinas
de las pequeñas embarcaciones o el toque del muecín invitando a la oración.
Una pareja de guardias civiles se apresuraba a inspeccionar los bultos que
portaban los marroquíes cuando atravesaban la aduana que, a su paso por el
control, mostraban el desasosiego propio de su condición de emigrantes sin
derechos.
Hasta la frontera llegaba un aroma a talofitas que todas las ciudades
portuarias poseen, y los agentes aspiraban con fruición aquella emanación que
llena de relajo su proceder.
—¡Pase!
La mujer hizo rodar su maleta roja que a duras penas soportaba un peso de
veinte kilos. De pronto, entró en pánico, barruntó el ulular del viento a su
alrededor, ¡qué digo viento!, ¡un tornado! Sintió que un vendaval se habilitaba
en aquel entorno que le era ajeno. Quiso dar marcha atrás, pero ya era tarde,
un vértigo que no pudo gestionar acabó en un desvanecimiento.
Los agentes de la Guardia Civil, curtidos en mil batallas, pasaron el lápiz
óptico por la maleta, la máquina de los rayos X, ¡la Biblia en verso!
Resultado: un niño de ocho años aspiraba a duras penas el menguado oxígeno que
aún permanecía en aquel diminuto habitáculo; esperaba paciente el reencuentro
con su padre en España, que era como decir la liberación.
Había pasado noventa minutos en una maleta buscando la libertad. La vida,
en una tarea común «faciendo Españas», había ganado a la muerte. Poco importaba
todo lo demás.
Ángela Hernández Benito
VALLADOLID
Profesora de EGB jubilada y directora de la
Casa-Museo de Zorrilla
(XII Antología)
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