MANGO, OPORTO Y BESOS. MUCHOS BESOS
Cada día me concedo tres placeres: una copa de oporto al anochecer, un
mango a media tarde y pasear a fuego lento por el recuerdo de Adelaida Nogales
de López a todas horas. Adelaida era hija del indiano que veraneaba en mi
pueblo cada año. Llegaba desde el otro lado del mar, un mar que para mí era una
mancha azul en el mapamundi de la escuela. Una tarde adolescente, me tropecé
con su mirada violeta, su piel mulata y unos labios gruesos que parecían llenos
de besos sin dar. Ella sonreía mientras yo enrojecía hasta los huesos; cuando
conseguí serenar los martillazos de mis sienes oí que me invitaba a jugar a su
corral, sin responder me adosé a su lado y la seguí, hasta el patio, hasta el
fin del mundo. Hasta hoy. Al separarnos me miró y me besó una sonrisa.
Sin darnos cuenta tejimos una red de encuentros sin cita, tardes llenas de
calor y confidencias: «De mi país solo adoro un dulse mango…» me decía, yo
asentía sin saber qué era un mango, hasta la tarde que nos besamos como se
besan las playas y el mar, sin límites ni orden y sospeché que así sabrían los
mangos. Llegó el día de su partida y las palabras huyeron. «Escríbeme», dijo al
subir al coche, «Sí», respondí yo, mientras nuestros ojos se despedían como el
eco, alargándose sobre las chimeneas y las cumbres. Quedé a la intemperie,
calado de amor.
Cada semana del resto de mis décadas he puesto tres palabras en un papel
para que crucen el mar, la noche y lleguen a sus ojos: «… y te amo», y dicho
esto sobra el resto, porque sabe dónde, cómo y cuánto. El universo sigue su
ciclo y hoy mis ojos ancianos buscan en la copa de oporto el tono tostado de su
piel y en cada mango recupero el sabor de aquellos labios y regresan sus eses
en mi oído, mientras releo su última carta donde me habla de playas, mangos
maduros y besos. Muchos besos.
Gelines del Blanco Tejerina
LEÓN
(XII Antología)
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