DECIRES
Y SABERES
Bajo
la sombra de un árbol, el abuelo me palmeaba la espalda mientras daba respuesta
a la incógnita que la adolescencia arropa: «Cómo explicarte, hijo, que la vida
es un enigma, nunca sabes el rumbo que puede tomar. Vine hasta aquí pensando
hacerme rico y al poco regresar. Así se va construyendo la historia, pero sueño
con volver alguna vez a mi tierra castellana».
Frente
a terrones antiguos, el abuelo aventó destrezas de avezado campesino, difundió
la relación de témporas y vientos y desveló secretos guardados con celo.
Cautivado por la bondad del pueblo andino, el intercambio de decires y saberes
hizo nido en su corazón y adaptándose al lugar participó en festejos y tradiciones.
Ellos le enseñaron a cazar en la selva, a desviar el cauce del río donde los
peces, desorientados, se dejaban atrapar. Supo de plantas medicinales y se
prendó de una joven de piel de ébano y dientes perlados que le descubrieron la
risa. Con ella aprendió a ser flexible, su horizonte se amplió al diferenciar
los aciertos del colonialismo de las aberraciones cometidas.
Y
la metralla de la pasión demoró el retorno. Basándose en el respeto hacia
diferentes razas y culturas, el hombre que tanto me quiso hizo de su familia el
mayor tesoro, no obstante, las trampas del recuerdo, resbaladizas, le acosaban
como pez que se escurre para volver al río.
Cuando
ya imaginaba hundir los pies en el Tajuña y respirar el aroma de los campos de
lavanda, llegó la noche de piedra negándole el sol de la mañana.
Amada
tierra del abuelo, allí dejó decires y saberes, pero yo, mestizo orgulloso de
llevar sangre española, te traigo los suyos aprendidos.
Carmen Fernández Pérez de Arrilucea
VITORIA-GASTEIZ
(XIV Antología)
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