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LA
CONFESIÓN DEL PADRE LAS CASAS
La
raza es un hervor de sangre. Siento en mi cabeza una especie de rumor como si
estuviera corriendo encaramado a mi propia memoria. Una memoria digo que parece
fracturarse a sí misma y salir disparada en varias direcciones; a la vez una
memoria no verbal sino más bien visual, olorosa y táctil que me devuelve entre
indios que se peinaban y se pintaban frente a aquellos espejos que les trajeron
los colonizadores.
Sueño
todavía, desde el siglo xxi, con
aquella polémica entre Juan Ginés de Sepúlveda, defensor del sistema de
encomiendas, y fray Bartolomé de las Casas, defensor de los derechos de los
indígenas, en el Valladolid de 1550, y sigo preguntándome si no se habrán
producido aquellos hechos en alguna otra dimensión, en otro lugar donde la vida
existiera antes de que los libros se la hubiesen inventado, y también sueño con
un rayo de rojas pampanillas tapando las vergüenzas de aquellos jóvenes
indígenas que sin saberlo caminaban hacia el mestizaje. Aquellos jóvenes
mestizos perdidos en aquella profunda soledad tan mítica de aquella profunda
selva y no dejo de oír sus gemidos o también, aunque sea en sueños, los diez
segundos de absoluto silencio sobrevenidos antes de aquel tormento que fue,
supongo, cuando descubrí proyectada contra el suelo la sombra de mi
desconcierto, mi absoluta ignorancia ante un futuro del que hasta entonces
creía haberlo conocido todo, y fue también al poco de aquella destrucción
cuando recordé las consoladoras palabras de la Católica Reina: «¿Acaso estos no
son hombres? ¿No son hijos de Dios? ¿No merecen ser bautizados? ¿No debemos ilustrarlos
acerca de la existencia del Criador?».
Somos
mestizos. España es mestiza. América es mestiza. El mundo lo es. Ironía
perversa del destino, pero natural al fin y al cabo.
Luis Miguel Carreras Jiménez
Licenciado en Derecho y Ciencias de la Información
(XIV Antología)
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