ORQUÍDEAS
Aterrizó con el corazón
roto, las manos cansadas y los ojos tristes. Setenta y cinco años no cabían en
una maleta, pero cuando los fusiles empezaron a cargar en su pueblo contra la
gente provocando hambre y desolación, su hija le obligó a cruzar el mar que los
separaba: «Te vienes con nosotros a Barcelona».
Entonces llegó a una
tierra sin recuerdos, con tradiciones que no sentía y sabores que le eran
ajenos. Le instalaron en la habitación de un piso ubicado en el corazón del
Eixample, con cocina americana y ventanas herméticas. Por el día, contemplaba
el bullicio de una ciudad de la cual ya nunca formaría parte, intentado evocar
el aroma de las orquídeas que con tanto esmero había cuidado, pues le recordaba
los años junto a su mujer antes de que la enfermedad se la llevara. Por las
noches, cuando la nostalgia le atizaba los huesos, pensaba en aquel hogar
humilde, construido con sus propias manos y edificado sobre muros de adobe, que
si bien no había servido para evitar que las gotas se colaran por el tejado en
los días de tormenta, sí había albergado largas noches de estudio para que su
hija encontrara un mejor futuro en España.
«Me dieron una beca», les
dijo un buen día, y entonces sintió que los callos en sus manos y en los de su
mujer no habían sido en vano.
Murió en una tierra
lejos de su hogar, sus orquídeas y sus sabores, sin saber nunca pronunciar
correctamente el apellido catalán de su futuro nieto, pero con una sonrisa por
saber que llevaría su nombre.
Daniel Hareg
(XIV Antología)
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