EL SILENCIO Y LAS ROSAS
Eran
las ocho de la mañana. Aún permanecía un rastro del relente pasado en la
estación de Sol, e Ibrahim, un mestizo tangerino, llegaba apresurado al metro
con un ramo de rosas en la mano. Para no herir la susceptibilidad de nadie,
proclamaba en tono susurrante las excelencias de su mercancía: que si era una
rosa freedom,
que si la reina de San Valentín, que…, pero la gente madrugadora no estaba para
monsergas.
Sabiendo
como sabía que, tal vez, aquella mercancía constituyera la única posibilidad de
llevarse un tentempié a la boca, iba de persona en persona intentando su
comercialización y musitando su precio: cincuenta céntimos de euro, un importe
que, aunque no oneroso, sí inconveniente a aquellas intempestivas horas.
Y,
aunque la potencia de las modernas luces led permitían ver sin dificultad la
llegada del metro a la estación, una veintena de personas apiñadas en el borde
del andén dirigían la mirada al itinerario de su llegada.
De
pronto, un sonido seco que no procedía de un cuerpo inerte puso en guardia a
una madre de quien su hijo, blanco como la nieve, había soltado su mano.
«¡¡¡Oh!!!», un grito general llenó la bóveda de la estación. El niño había caído a las vías. Desde el andén se avistaba la llegada del mastodonte. Ibrahim se lanzó en su rescate. El niño salió ileso y el tangerino lastimado. «Después de todo —pensó Ibrahim—, la vida es mejor que nada» y como diría Edward More, el amigo londinense de su abuelo, «Solo existe una raza: la humanidad». ¿Qué mejor mestizaje que aquel protagonizado por un sin papeles tangerino y un niño procedente de la sociedad del estado del bienestar?
Cinco
minutos después cada uno fue a lo suyo. Solo el silencio y las rosas
desperdigadas sobre el pavimento fueron testigos mudos de lo que acababa de
ocurrir.
Ángela Hernández Benito
Directora de la Casa-Museo de Zorrilla y profesora de EGB jubilada
(XIV Antología)
«¡¡¡Oh!!!», un grito general llenó la bóveda de la estación. El niño había caído a las vías. Desde el andén se avistaba la llegada del mastodonte. Ibrahim se lanzó en su rescate. El niño salió ileso y el tangerino lastimado. «Después de todo —pensó Ibrahim—, la vida es mejor que nada» y como diría Edward More, el amigo londinense de su abuelo, «Solo existe una raza: la humanidad». ¿Qué mejor mestizaje que aquel protagonizado por un sin papeles tangerino y un niño procedente de la sociedad del estado del bienestar?
Directora de la Casa-Museo de Zorrilla y profesora de EGB jubilada
(XIV Antología)
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