UN MISTO BASTA
Mi abuela frotaba el fósforo contra la piedra de la pared y la llamita azulenca abría un boquete en la oscuridad de la alcoba donde dormíamos juntos, en un rebujo de sábanas húmedas en las esquinas y crujientes donde el calor de nuestros cuerpos secaba el lienzo basto. Esta guerra había traído el frío y la orfandad. Mi abuela tomaba el quinqué y tras encenderlo abría gas y una luz milagrosa nos iluminaba. Rezábamos un avemaría de rodillas contra el suelo helado y tras un amén sepulcral mi abuela me sonreía. «Vamos, rapaz».
Mi abuela no decía nada. Pero yo sabía que estaba pensando en mi abuelo, allá en Cuba, luchando contra los mambises, pretendiendo ignorar que aquella guerra había terminado hacía décadas.
Y América se me metió bajo la piel como una nigua y nunca me la he podido sacar. Mi tío, Obdulio se llamaba, tenía una sonrisa llena de dientes y un habla de guajiro de monte mientras me recitaba a Martí. El mar es un danzón de ida y vuelta. La luz de San Telmo fosforece esta noche para iluminar el rostro de mis abuelos. Uno a cada lado del océano. Los dos en mi pecho de ave viajera, insobornablemente mestiza.
(XIV Antología)
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