UNA MIRADA
Perú
nunca volvió a amanecer igual. Tras ser tomado por las falanges de Pizarro, en
1532, el cielo se tiñó de un penetrante rojo.
Martín
de Molina, el más joven de la tropa, nunca pidió estar ahí. Era aquello o la
horca, ya saben. Tenía diecisiete años y una visión pacifista que le impedía
mirar a los ojos de los incas. Solo levantó la vista una vez, un fogonazo, y
vislumbró una de esas miradas por las que bien vale la pena vivir una vida.
Ante
él estaba la princesa Quispe Sisa, perdida entre el tumulto. Vestida de
campesina, había acudido a la plaza de Armas de Cajamarca. Allí palidecía su
hermano, Atahualpa, último emperador inca, sentado en el garrote vil. Abatida
le vio exhalar su último aliento.
Martín
se acercó a ella y la tomó entre sus brazos. Sobraban las palabras. Tampoco se
hubieran entendido. Aquel ligero acercamiento fue suficiente para que el zagal
descubriera dos cosas: lo que era el amor y lo que era el odio.
Por
orden de Pizarro fue detenido. Grave delito el de mestizaje. A ella la acusó de
seductora. A él le condenó por inmoral. A ella la castigó con hacerla su
esposa. A él con presenciar la boda y con pasar el resto de su vida en una
cárcel sin ventanas.
Pasaron
los días, y Martín dejó de contarlos con tiza en su pared. Solo el recordar
aquella mirada le hacía sentirse vivo.
No
sería hasta pasados tres inviernos cuando un indulto firmado por Carlos I
desembarcó en la ciudad: liberaba a todos los españoles presos que penaban en
Perú. Sin apenas dinero, Martín comenzó una nueva vida como agricultor. Y se
prometió no volver a despegar la vista del suelo.
Hasta
a aquel domingo de febrero, en un mercado abarrotado, cuando se chocó con una
campesina que desprendía un halo de alta alcurnia. Pizarro se había cansado de
ella al poco de subirse al altar. Sus miradas se volvieron a encontrar. Y,
telepáticamente, se lo dijeron todo sin mover los labios.
—¿Por
qué no me buscaste?
—Pensé
que ya no me esperabas.
—No
te vayas nunca más.
Daniel
S. P.
(XIV Antología)
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