COLACIÓN
A
todas partes acude solícito, aunque fatigado, el secretario don Lope de
Velasco. Mientras piensa en su discurso para la colación, anota los asientos de
los últimos gastos: la soldada de los indios que tocarán las trompetas, el
coste de los cartuchos de fuegos de artificio. Menguados son los dineros concedidos
por el virreinato, pero no se puede escatimar en solemnidades como esta, a la
que acudirá lo más granado de la ciudad. Muchos años viene trabajando en su
puesto vitalicio y a muchos rectores, maestrescuelas y bachilleres ha visto
pasar, pero le queda el orgullo de, entre todos, haber levantado en las Indias,
para engrandecimiento del reino y difusión de la sabiduría, una universidad que
en poco se diferencia de la salmantina en la que estudió tanto tiempo atrás.
Ahora tiene que encomendarle a su fiel bedel Alonso que prepare el estrado, la cátedra y los asientos y que discipline al porfiado ayudante Rodrigo, quien no acata de grado las órdenes de un indio, aunque, luego, bien viste los ropones de garnacha y recoge las propinas de los graduados.
Se lo ha pedido a los sucesivos rectores: aunque el secretario pueda ostentar a la vez los cargos de tesorero y de maestro de ceremonias, el trabajo es excesivo y deberían repartirse tales dignidades entre diferentes miembros del claustro. Pero todos le han dado largas viendo que las cosas funcionaban, a costa, claro está, de sus desmedidos esfuerzos. No obstante, al final le puede la ilusión o la responsabilidad, especialmente hoy, que se van a graduar los primeros estudiantes de la Cátedra de Lengua General de los Indios y, entre ellos, uno con rasgos mestizos que llama tímido a su puerta y, nervioso, le pide consejo: «Padre, entonces, ¿dónde habrá de sentarse madre para verme bien cuando reciba el grado?».
(XV Antología)
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