LA MADEJA
Los dedos se deslizan entre el huso y el suave
vellón de una oveja para transformarlo en una delgada hebra y ser así el
comienzo de algo más importante.
Como algo innato, desde muy niña había tirado
con suavidad de esa brizna de conocimiento, y a él dediqué todo mi esfuerzo.
La primera vez que entré en un aula de la
universidad, mis compañeros me miraban incrédulos desde sus pupitres. Los
cánones de la San Marcos se habían modificado para permitir el acceso de la
mujer a estudios superiores. Pero las primeras fuimos centro de atracción y
también de burla. Aun así, nada de eso impediría que lograra mi propósito.
Disfrutaba con los saberes, elocuente en
Derecho, fue verdaderamente especial descubrir la historia del Perú. Además de
las lecciones ordinarias, asistía a las explicaciones de extraordinario de la
universidad.
El humanismo latía con ímpetu, y yo necesitaba
expresarlo a través de la escritura y así recoger mi propia voz. Quería moldear
el mundo y transformar la injusticia.
Existía la convicción generalizada de la
debilidad del género femenino para las artes y, a la vez, la creencia de que la
belleza se engrandecía cuanto menor era nuestro conocimiento. Sabedora de tan
ardua tarea, a veces tenía la sensación de no llegar a ninguna parte, pero
firme en mi propósito cogía uno de los libros de la Biblioteca Central y, sin más,
dirigía los ojos a la página abierta.
En estos días, siento cátedra como docente en
Historia y Literatura de esta universidad. En sus paredes junto a mi nombre,
aparecen los rojos y tradicionales vítores.
Es el final del recorrido desde esas primeras mujeres
que tuvieron que hacerse pasar por hombres para cursar grandes estudios.
La madeja se ha devanado y está lista para ser
tejida.
Soraya Martínez Martínez
Madrid
(XV Antología)
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