BAJO EL CIELO DE SALAMANCA
Alza los ojos del
mar de incunables, plumas de oca, lápices de plomo, reglas y tinteros, y los
posa en la bóveda celeste que orna el techo. Arropado por el silencio denso de
la biblioteca de las Escuelas Mayores, el fraile dominico se siente abrumado
bajo aquel firmamento cian perlado de estrellas gualdas y representaciones
zodiacales, surgido del pincel y el genio de Fernando Gallego. «Porque yo veré
tus cielos, obra de tus dedos; luna y estrellas que tú fundaste», lee en la
inscripción que lo jalona. No puede evitar pensar en el creador de todas las
criaturas que aman y sufren bajo ese mismo universo: hijas de un mismo padre,
más allá de la orilla que las ha visto nacer. Seres humanos libérrimos, dueños
de la tierra feraz que les procura el sustento, y, en el caso del Nuevo Mundo,
de cuyas entrañas se arranca el oro que viste los palacios e iglesias de la
anquilosada Europa.
Una sonrisa aciaga
se tensa en un rostro como una ballesta. Crispa los dedos sarmentosos y céreos
sobre aquellos legajos en los que trata de pergeñar su ideario. Para defender
la obra de Dios, deberá enfrentarse a su ministro en la Tierra. Refutar las
bulas de Alejandro VI, aquellas que a la sazón legitimaban a los conquistadores
para desposeer a los indígenas de sus propiedades. Cuestionar la autoridad
papal, negándole el poder temporal que podría constreñirlos a abandonar su fe.
Los ecos del sermón de Antón Montesino, pronunciado años atrás, aún le resuenan
como puñadas en el alma: la esclavitud nada tiene que ver con la cantidad de sol
que les besa la piel.
Fray Francisco de Vitoria garrapatea los
últimos renglones y abandona la estancia, antes de fundirse con el aire glacial
y la niebla batida que se derrama sobre el cielo de Salamanca. En unas horas,
comenzará su cátedra.
Cèlia Roca
Martín (Barcelona)
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