PARA QUE LLEVEN MI NOMBRE
Siendo niño, los padres me enseñaron el oficio de la
talla en madera. El buen Dios, mientras tanto, me obsequiaba con el preciado
don de la orientación. En este año del señor de 1620 combino mi misión en la
tierra con mi oficio. Guío la recua de mulas hacia las seis estancias de la
Compañía y en el único carro que sin conductor y con cuatro caballos vuelven
los pagos y tributos, tallo cada atardecer el lema universitario: «Ut portet
nomen meum».
Alguna vez lo terminaré y he de lustrarlo, ajeno a las
riquezas que transportamos para financiar la universidad. Mis maestros jesuitas
me prepararon para el estudio, pero los convencí de que mi verdadera misión era
guiar a los hermanos por los senderos que según las lluvias de cada año podían
desaparecer y ocultar el acceso a las maravillosas estancias de la orden. Vivo
mi libertad en este contacto permanente con las manifestaciones del buen Dios
en nuestra tierra. Cada arroyo es un milagro. Y más milagrosos aún son los
tajamares que nos darán el agua en la sequía.
Cada año se acercan más gentes a la universidad.
Algunos vienen de los confines del virreinato sabiendo que los maestros son
gigantes eruditos en sus materias.
Mi mejor hora es cuando robo tiempo al descanso
después de dejar todo listo para el día siguiente. Alumbrado por un farol de
aceite, avanzo lentamente en mi talla.
Al carro ya lo llaman «la hacienda», y eso es toda una definición. El lema superará ese nombre porque encierra la virtud de los claustros. De hecho, mi mayor solaz son los fogones donde los frailes cuentan sus conocimientos en charlas en las que a veces me pierdo. Después de los rezos nada se compara al cielo estrellado de las serranías o de los llanos. En los meses de invierno es más duro viajar a las estancias. Pero es para eso que estamos acá.
(XV Antología)
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