EL CANTAR DE LOS CANTARES
Pienso en mi cuento,
ese que aún no he escrito. De hecho, puede esperar hasta la tarde, después del
almuerzo. ¿Acaso no esperaron los indígenas del Nuevo Mundo más de mil
quinientos años para conocer el castellano, esa luz nueva? ¿Y si empezara escribiendo
un poema? «Son tus amores más deliciosos que el vino». Es un mal recurso, lo
sé, pero recurso, al fin. ¿Por qué no ser fray Luis y traducir al lenguaje del
pueblo obras que de otro modo no conocerían sino un reducido grupo de gente
ilustrada? «Dime tú, amado de mi alma, / dónde pastoreas, dónde sesteas al
mediodía».
Traducir, fundar
universidades allende el Atlántico, ir al mercado, tender la colada… ¡Qué
descansada vida! Pero crear. Crear es otra cosa. Siempre lo digo. No es un
huevo que se echa a freír, no es un rosal que se poda: un corte aquí, otro
corte allí. ¡Ah, las musas, perversas casquivanas!
Con los ojos cerrados
estoy en mi mundo, y soy fray Luis de León, ese asceta. Es fama que, en
Salamanca, tuvo como educando a san Juan de la Cruz, el místico de Fontiveros.
¿Superó, con el tiempo, el alumno al maestro? Escribía de secular Juan de Yepes:
«Buscando mis amores / iré por esos montes y riberas». No se le queda atrás
Teresa de Ávila cuando escribe: «Vivo ya fuera de mí / después que muero de
amor».
¿Qué es la vida sin
amor? «Su izquierda descansa bajo mi cabeza, / y su diestra me abraza». Ese es
el problema: todo el día leyendo poesía. ¿Cómo voy a narrar con decencia si
solo leo poemas? Además, tengo ya que levantarme, meterme en la ducha y palpar
mis senos, y, aunque sé que soy fuerte (tengo que serlo), el agua vertical
evitará que sienta el agua diminuta y sinuosa que emergerá de mis ojos, como
suele ocurrirme la víspera de la terapia, mientras recito, limpia y
esplendorosa: «Sí, muro soy, y torres son mis pechos».
Juan de Molina
(XV Antología)
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