«… Al único que he envidiado en mi
vida es a Isidoro, aquel anciano obispo de Hispalis que dirigía los concilios
en Santa Leocadia. El hombre más sabio del mundo, decían. Me quedaba embobado
escuchándolo. Cuando era niño, un enjambre de abejas entró en su cuarto y le
puso miel en los labios. Por eso sus palabras eran tan suaves y tan dulces. Por
eso se deslizaban sin tropiezos…» (pág. 62, José Antonio Gago Martín, «La
voluntad de Dios»).
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