DOCTOR
HISPANIAE
Después
de levantarse, el anciano se asoma a la ventana (fenestra: ferens nos
extra) y extiende su mirada sobre la llanura tras de la cual se adivina,
envuelto en bruma, el perfil azulado de una sierra lejana. A pesar del dolor de
huesos que lo atenaza a esas horas, toma la pluma y se dispone a escribir en el
libro en que trabaja desde hace años. Pero esta mañana algo se lo impide. En
los últimos días, después de terminar el capítulo sobre el mundo y sus partes,
ha empezado a tener extraños sueños que atribuye al calor de las noches de
verano en Sevilla. O quizá sea el río, piensa, pues cuando escucha a los
pescadores que habitan junto al castillo de Triana no deja de preguntarse dónde
termina el mar en el que, tras correr por tierras bajas (quod humili solo
decurrat), acaban muriendo aquellas aguas.
Y
eso lo inquieta. Ha soñado con ríos más largos aún y más anchos, con llanuras
interminables y montañas que escupen fuego, con árboles que llegan hasta el
cielo y en los que anidan pájaros cubiertos de plumas de mil colores. Al fin,
la noche anterior ha visto en el sueño a unas extrañas criaturas desnudas y
tatuadas, con labios y orejas hendidos por adornos de
hueso que le susurraban al oído en una lengua desconocida.
Ahora
sabe que todo aquello tiene un nombre, pero las palabras que ha escuchado, y
que intenta retener desesperadamente, se desvanecen al despertar. ¿Habrá algo,
se pregunta, que él no conozca y de lo que no pueda dar cuenta en ese libro que
pretende contener dentro de sí el orbe entero? O peor aún: ¿habrá algo que ni
siquiera hayan conocido aquellos por los que él sabe todo cuanto sabe?
El
río, se dice, tiene que ser el río y, empuñando la pluma, continúa: De
auctoribus conditarum urbium plerumque dissensio invenitur…
Mauricio N.
(XVII Antología)
Mauricio N.
(XVII Antología)
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