«… En el blanco atril, desgastado y frío, posó sus manos el longevo
arzobispo y, como aquel jinete, se sujetó firme, pero con mesura, inequívoco,
pero sin menosprecio alguno. Se
encontraba a lomos de un poderoso proyecto, violento y furioso, pero
admirable como ningún otro. Sus palabras serían las riendas que guiarían este
ideal, y escrito dejaría el momento de coser las diferencias de los
pueblos en una sola piel y bajo la misma fe…» (pág. 146, Manuel S. Martín, «Túrtur»).
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