VELAS
Y LETRAS
En
la imprenta, casi clandestina, la luz se abre paso con dificultad a través de
una pequeña ventana y descubre, tras un haz de polvo en suspensión, una pila de
libros con un mismo título: Gramática de la lengua castellana. Con el
último tomo entre sus manos, Nebrija —los ojos cerrados— aspira el olor del
papel recién impreso. Envió el primer ejemplar a su reina, atendiendo en el
prólogo las dudas que aquella manifestó tiempo atrás cuando tuvo ocasión de
contarle su empresa. «¿Para qué glosar aquello que se aprende de modo natural?»,
vino a decir. Estuvo hábil fray Hernando, su anfitrión, advirtiendo de lo útil
de disponer de una herramienta que hiciera del castellano la lengua de todos
sus vasallos.
Isabel,
con la Gramática
en sus manos, arrullada por el rumor del agua, apura sus últimos días en la
Alhambra. Nebrija siempre le pareció presuntuoso y no le gusta que en el
prólogo le recuerde sus recelos. Aun así, puede que tenga razón y que el
vencedor se imponga al vencido con la palabra. Que la pluma sustente lo que
gana la espada. Que el castellano venga a ser la lengua de quienes aún están
por descubrir. Justo entonces, su pensamiento se va allá donde se encuentre el
genovés, ese otro pretencioso.
Colón,
que ha hecho escala en Gran Canaria, repara el timón de la Pinta. Con todo,
tiene prisa y arriesga y, aun sabiendo que las velas latinas se adaptan mejor a
los caprichos del aire, decide cambiarlas por otras cuadradas: con viento de
popa avanzará más rápido. Se hará de nuevo a la mar y cuando toque tierra,
habrá descubierto el Nuevo Mundo.
«Quel vencedor pone al vencido y con ellas nuestra lengua»,
escribe Nebrija. Como hiciera el latín con Roma. Pero, esta vez, con una misma
fe. «Será la lengua —piensa Isabel— la que sustente el
imperio. La vela, la
espada y la lengua».
Max V. B.
(XVIII Antología)
(XVIII Antología)
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