«…
Sonrió.
Le entregué un tomo dedicado de mi Arte de la lengua castellana. Mientras lo
ojeaba, la observé: seguía siendo una hermosa mujer, pero la angustia y la
tristeza por la muerte de su hijo, al que adoraba, habían grabado en sus
cuencas orbitarias, violáceas, un mapa de dolor inconsolable» (pág. 84, Antonio
Cavanillas de Blas, «Sevilla, 1498»).
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