«… Puse cara a
Nebrija por mi libro de texto: rostro judío, fosco, propio de un grimorio, para
su Dictionarium;
facciones que todavía flotan en mi mente, como la nube. Mi dedo índice recorría
el retrato a la luz del flexo, heredero de la llama de la vela que usara Elio,
ingenio del goteo del tiempo llamado civilización. Luz de cera y palabras
iluminadas, ojos que miran dentro y fuera, tareas creadas por el docto hasta el
fin de sus días. A la luz de la lámpara aprendí las Reglas de ortografía
del castellano y mimaré mi idioma sin espanto ante los embates de la tensión
en la nebulosa en que vivimos…» (pág. 138, Luisa Fernanda Rodríguez Lara, «A la
llama de un puñado de palabras»).
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