HUELLAS EN LOS PELDAÑOS DE UNA TORRE EN RUINAS
Sacerdotes luminiscentes de ojos enucleados, las almas se
alejaron de Babel tras que el lenguaje fuera enrevesado, enredado, atomizado
por designio divino. Y, aunque muchos piensen que la torre fue dejada al
olvido, entregada a su solitaria desolación, a la erosión natural que suele
erigir proverbios donde hubo monumentos a la soberbia, lo cierto es que en ella
permaneció un carismático reivindicador, un emperador de la lengua, habitante
de una ciudad inexistente, abrigo báquico y devoción a Virgilio; que sin más se
decidió a recorrer aquella edificación, desde sus cimientos hasta la cima con
la esperanza de hallar por fin en el último nivel a nuestra «madre lengua» —abandonada
y vejada— y a san Jerónimo, su imperfecto escribano; y, quién sabe, en última
instancia tal vez, recuperar también aquel camino que un día Dios decidió
revolver.
No desistiría ni ante de los días el cansancio ni ante la
edad de su vida ni ante esa mano espectral «de sacerdote» invidente que le
aprieta y le disloca la clavícula e intenta arrojarlo a la oscuridad del
abismo, a la profundidad de la fe ciega.
Heme aquí hoy, con un libro de gramática en las manos,
los pies firmemente posados en las huellas de aquel, Prometeo de mi idioma,
ciudadano de Lebrija, Antonio de Nebrija, pionero de esta eterna y purificadora
escalada hacia la cima de Babel.
Javier Francisco M. A.
(XVIII Antología)
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