El verbo fue la
luz.
Ese abrazo de
espuma desangrada
que fue astrolabio
y báculo
y trazó los
senderos a nuevas primaveras
vistiendo de
sorpresas los ojos de la niebla
o zurciendo
volantes al estío.
El verbo fue esa
luz que se hizo mayo
y en la caligrafía
sin límites del cielo
se desmigó en
hogazas de prodigio
posando su dulzura,
como mar en exilio,
como lágrima casi;
como si fuera un
pan precipitando
su herencia sobre
el rostro de pueblos hermanados.
Esa luz concluida,
rebosante
en el azogue de
unas nuevas tierras
que, como sol
nonato, primerizo,
despertó los
silencios con hálitos de alburas,
sabiendo que al
nacer
se «desnacía».
Fue esa luz que
alborea de la entraña
de un horizonte
donde se extravían
los puntos
cardinales.
Y, como si latidos,
como brisa brillante,
como el amor,
quizá, pacientemente,
fue viaducto el
idioma,
y a un tiempo fue
pastor, y fue, desde su génesis,
la parte más
humilde del rebaño
(de ahí que fuera
también la más querida,
la más
integradora).
Fue el verbo, la
palabra, el español neonato
la luz que
concluyera, que rebosara, virgen,
disolviendo
fronteras,
poniendo de
puntillas las distancias,
no hay más larga
distancia que el mutismo,
ni puente más veraz
que la palabra.
El español fue luz,
suspiro virgen,
que reclinó la
frente sobre el mundo
para expiar su
culpa por tener la osadía
de besar la
quimera,
sin licencia y con
ansia.
Solo obsequió,
desnudo, sus palabras,
y a cambio
retornaron
engalanadas,
nuevas,
perfumadas y
envueltas
en algo parecido a
un corazón.
Manuel Laespada
Vizcaíno
Nacido en ALBACETE
en 1958
(X Antología)
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