ALBORADA EN SEVILLA
Al despertarme, comprendí que estaba enamorado.
La luz tibia de
enero entraba tamizada a través de las cortinas, que oscilaban suavemente. Ni
siquiera en enero hace frío en Sevilla, así que había dejado la ventana
entreabierta toda la noche. El hotel estaba en pleno centro, pero apenas
llegaba ruido de la calle. Solo el delicioso tableteo de los cascos de un
caballo al pasar por el empedrado, de vez en cuando. Y, cada hora, las
campanadas lejanas de alguna iglesia, con su cadencia tranquila pero obstinada.
Alargué la mano
hasta su lado de la cama. Las sábanas estaban frías y tirantes. Se había ido el
día anterior. Se enfadó. Discutimos, y se fue. Y ahora me importaba menos de lo
que yo hubiera pensado. Estaba enamorado.
Me ducharía y me
afeitaría, bajaría a desayunar una media con aceite y sal y un café con leche,
pasearía por las calles bulliciosas pero sosegadas, me arrodillaría unos
minutos ante Jesús del Gran Poder en su templo, caminaría hasta el
Guadalquivir, desde la Maestranza hasta la Torre del Oro, disfrutando del suave
sol de invierno…
Definitivamente, estaba enamorado de Sevilla.
Roberto Guillén
Alonso
(X Antología)
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