Ida
Vitale, escritora e intelectual uruguaya, ha recibido esta mañana el Premio
Cervantes. A sus 96 años y con una lucidez extraordinaria así lo agradecía:
Ahora seres
benévolos y palpables movieron las piezas de un superior ajedrez, situándolas
en posición favorable y acá estoy, agradecida, emocionada. Recuerdo mis
inquietudes en un camino de montaña alto y estrecho por el que me llevaban en
auto a una velocidad que pensaba inadecuada. No era un sueño. Esto, claro, tampoco
lo es. Por eso mismo, prefiero ser consciente y agradecer, claro, en español,
cosa que, además, es un valor añadido a la felicidad de este instante.
Busco una más
cómoda aceptación interior de lo nada esperado, ya que suelo ser escéptica o
descreo con familiaridad de tantas cosas, pero a la vez tengo una fabulada
confianza, sin duda de origen infantil, en los pequeños desajustes con lo
racionalmente ordenado, en las coincidencias, sin siquiera razonarlo mucho.
Estos días, casual y repentinamente me tocó oír dos veces Pompa y circunstancia, pese a que Elgar no es un músico
que integre mi parnaso musical establecido, frecuentado. También, ya de regreso
definitivo a Montevideo, ordenando y reordenando la biblioteca, no dejé de
detenerme en la sección cervantina, en las diversas ediciones repetidas de don
Quijote, conservadas por distintos motivos todas, cuando las reiteraciones de
otros autores suelen ser rápidamente corregidas, siempre en busca del espacio
que tanta falta me hace.
Los libros
que integraron una biblioteca “mía”, forrada y presuntuosamente numerada, eran
libros para niños, algunos pronto relegados. En virtud de un proyecto
claramente pedagógico, me correspondía limpiar un pequeño librero abierto del
escritorio los sábados por la mañana. Mucho de su contenido no estaba en
español. Sobre la casa planeaba, no diré la sombra sino la luz de mi abuelo
italiano, abogado y culto, que en su viaje desde el Palermo natal hasta el
Uruguay había sido acompañado por Homero, en edición bilingüe grecolatina,
junto con el espíritu garibaldino que un día yo sentiría presente en la
familia, constituyéndose en un héroe casi doméstico.
Es, pues,
normal que entre mis primeros embelesos en el campo de los libros adultos
aparezca Ariosto —cuando ya la imborrable profesora de italiano, me
hubiese permitido tantear, por mi cuenta, con abuso del diccionario, sus
fantasías gratísimas. Le donne, il cavalier, l’armi,
l’amoreformaban, ese escenario, para mí
novedoso, donde encontraría anillos con poderes, caballos alados, magas que
evocan las sombras de futuros descendientes de Bradamante, aquí el hipogrifo,
más allá una sirena, luego un mirto que habla y es en realidad Astolfo, paladín
de Francia convertido en planta. En fin, que este mundo de transformaciones que
a cada paso surgen, irreales, me encanta pero no me prepara ni siquiera para la
Galatea.
Mi devoción
cervantina carece de todo misterio. Mis lecturas del Quijote, con excepción de
la determinada por los programas del liceo, fueron libres y tardías. En
realidad, supe de él por una gran pileta que, sin duda regalo de España, lucía
en el primer patio de mi escuela. Allí nos amontonábamos en el recreo en busca
de agua, y día tras día, me familiarizaba con las relucientes baldositas que
contaban, sobre inolvidables cielos azules, la policroma historia que, según
supe luego, era la de aquellos desparejos jinetes. No faltan claro, los
molinos, los muchos episodios en que don Quijote terminaba por los suelos. Ya
adolescente, me regalarían el volumen ilustrado y muy cuidado, que todavía
prefiero a la menos infantil edición de Clásicos Castellanos, cuyos ocho
volúmenes son menos traslaticios.
Pero, ¡qué
discreción, qué respeto muestra Cervantes por su personaje! En vez de rodearlo
de magia y hechizos auxiliares, deponer a su héroe a disposición de tortuosos
espíritus malignos hace que, una y otra vez, todos sus tropiezos nazcan de él
mismo, de esos deslices de sus nítidas construcciones mentales, del adquirido
delirio causado por peligrosas lecturas, deslices, que tanto pasman, fascinan y
encabritan a Sancho, y lo llevan a someterse una y otra vez a la voluntad de
quien lo arrastra a aventuras del todo ajenas.
Se suele
aceptar como buena la motivación dada por Cervantes para su Quijote, de
desprestigiar las novelas de caballerías. Pero no hay que olvidar la cuna
desdichada que su obra tuvo: “Argel, Sevilla, fantasía, desengaño” es decir
preso, pobre, enfermo, sin la protección que dedicatorias a altos señores
podrían haberle guardado, como José Echeverría singulariza el período de su
escritura. La concepción de un personaje que va, libre, por el mundo, fraguando
su vivir, aunque de error en error, (donde otro personaje, el Cautivo dice: “jamás
me desamparó la esperanza de tener libertad”) debería ser un respiro, aunque al
fin para él todo concluya en la verdad innegable: “Y al fin paráis en sombra,
en humo, en sueño”, como concluye uno de los sonetos que cierran la primera
parte. Pocos personajes han sido, como Quijote, habitados -más que obsedidos-
por lo real. Porque aun lo que es astuta malquerencia vestida de supuestas
precipitaciones mágicas, tiene detrás acciones de criaturas humanas, que pueden
ser malignas y burlonas, pero siempre comprensibles, terrestres y sin
inexplicables auxilios divinos.
Mis lecturas
del Quijote, con excepción de la primera, dispuesta por lo programado por la
enseñanza o, bien pudiera ser, por el paciente tío Pericles, al que recuerdo
bien dispuesto a traducirme Goldoni y soportar mis protestas cuando demoraba
algún pasaje por surgirle alguna duda lexical o por estar organizando cómo
sortear un pasaje considerado “no apto” para mi edad. Pero no me gustaba que se
me leyera, cosa a la que me veía reducida porque muchos de los libros de los
que podía disponer no estaban en español. Crecí a, no diré la sombra sino la
luz de mi abuelo italiano, al que no llegué a conocer, abogado, culto, que
había acompañado su viaje al Uruguay desde el Palermo natal con Homero en
edición bilingüe grecolatina. Mis primeros embelesos los debí a Ariosto. Más
tarde llegaría un Dante ya obligatorio, cuyo humor, para mí inexistente, se
reducía al “Pape Satán, Pape Satán, alepe”, además incomprensible. Ya
entenderán mi entusiasmo, mi devoción total cuando intimé con aquella pareja
española tan tiernamente compatible, entre sí y con una lectora inocente y
deseosa de amistades literarias a su alcance, ese Quijote y ese Sancho que
hablaban de “otra” manera, que acepté de inmediato, como un lenguaje que me
integraba a un mundo en el que, sola, me sentía acompañada, capaz de manejarme
en él como si fuese el mío propio.
Luego de las
primeras lecturas del Quijote, las hubo reiteradas, más difíciles de determinar
porque, parciales, se aplicaban, aquí y allá en el texto, con una determinación
vagamente Zen o simplemente mágica: la elección del capítulo podía deberse al
azar o a un vago recuerdo que podría suponer que allí encontraría una
aprovechable aplicación a un tema importante en ese momento para mí, en busca
de alguna iluminación necesaria o por recordar con suma precisión la felicidad
de primer encuentro con aquellas páginas. No sé por qué atribuí a ese libro la
capacidad de precipitar hacia mí la buena voluntad del azar. Quizás simplemente
buscaba una ocasión de dicha dispersiva, de claridad sin reserva, cuando el
disfrute viene sin proponérselo a veces, acompañado de una sensación de penuria
de gracias en la vida diaria y necesidad degusto satisfecho, que depararán
siempre las aventuras por lasque ando tan a gusto cuando me reintegro al
maravilloso mundo cervantino.
No hay comentarios:
Publicar un comentario