Muchos
niños mueren. Sangría que no cesa. Sería inmoral no compartir el remedio de
Jenner con los menesterosos, pero in vitro solo aguantaba doce días. Lo único
posible, inocular el virus de niño a niño y llevarlo a los confines del
imperio.
«¿Otro
Quijote?», me acusaron. Pero así lo defendí yo, Francisco Javier Balmis, hijo y
nieto de maestros cirujanos y sangradores.
Partimos
el 30 de noviembre de 1803 en la fragata María Pita. Mi amigo Salvany me
acompañó con veintidós niños huérfanos al cuidado de Isabel Zendal. Con pocos
medios, pero mucha ilusión, organizamos la Real Expedición Filantrópica de la
Vacuna y lanzamos nuestras almas al océano. Recorrimos el mundo hasta los más
últimos rincones del Imperio español. De Galicia a Canarias y, de allí a Puerto
Rico. De Venezuela partió el doctor Salvany, adentrándose en Colombia, Ecuador
y Perú. Después de superar revueltas contra la vacuna, malaria, difteria y
tuberculosis, la vida le abandonó en Cochabamba.
Mientras,
yo me dirigí a Nueva España, recorriendo Centroamérica, México, sur de los
actuales Estados Unidos, para llegar hasta Filipinas y China.
¿Cómo
convencer de no estar loco? Eso fue lo más difícil de todo. Recorríamos las
calles de procesión con los niños, esos pequeños héroes llenos de heridas y
granos, al grito de «¿Hay algún niño para vacunar?». La gente no sabía, no
confiaba. La vacuna era gratuita, pero incluso tuve que pagar por ponerla.
Repartí en las ciudades dos mil libros de medicina y establecí en ellas juntas
de vacunación para que la extendieran y conservaran.
Seis
años vacunando, seis años padeciendo, entregando nuestro esfuerzo sin mirar
razas ni dineros ni estados. El más sublime ejemplo de mestizaje, porque solo
hay una humanidad, aunque muchos se empeñen en fragmentarla en tribus
inventadas.
Javier Martínez González
ZARAGOZA
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