PIBITA
«¡Vamos,
hija, no llores, estaremos mejor!», decía mi madre con un tono apesadumbrado.
Yo no entendía por qué sonreía si estaba a punto de llorar.
En
el puerto había tanta gente amontonada y empujándose, que me gustaba pensar que
eran como las gallinas de mi hogar que se corrían como locas hacia la cubeta
llena de maíz. Un fuerte olor a vapor llenaba el ambiente.
El
barco era gigante, nada parecido a los de papel amarillento que solía tirar por
el río cuando era más pequeña.
«Cuando
lleguemos del otro lado, vamos a comer hasta el hartazgo todos los días, hija,
vas a ir a la escuela y ya verás que encontrarás muchos amigos más». Las
palabras de mi padre, en un intento de tranquilizarme, no hacían más que
preocuparme. ¿Qué había del otro lado? Lo único que veía hacía días era el sol
salir y ponerse en el mar, a donde mirara había mar, todo estaba mojado,
apretado y hediento.
Los
días pasaban lento y hasta los altos mástiles de las velas que en un primer
momento me encantaron ya habían perdido su forma de torres de castillo y me
resultaban aburridos.
La
luna nos persiguió todo el camino, nunca se quedó atrás, ¿acaso no se cansaba?,
¿o ella también quería conocer conmigo adónde íbamos?
Hasta
que un día, con la salida del sol, se encendieron las almas de todos, el barco
se llenó de alegría, de voces y de movimiento. Habíamos llegado.
«Y
vos, pibita, ¿cómo te llamás?», me dijo un trabajador del puerto. ¿Vos?
¿Pibita? ¿Qué era eso? ¿Cómo era eso? ¿Este era mi nuevo hogar? Apreté fuerte
mi muñeca y le dije al oído: «No te preocupes, como dice nuestra abuela… “A
todo se acostumbra uno, menos a no comer”».
Martina Bertolotto
Nacida en CÓRDOBA
(Argentina) el 4 de diciembre de 1997
(XIII Antología)
No hay comentarios:
Publicar un comentario