DE
TODOS
Veraneábamos
en un pueblecito de la provincia de Soria del que mi madre marchó en busca de
trabajo recalando en Barcelona, así que, para los vecinos, cuando aparcábamos
junto a la casa nuestro viejo coche repleto de niños y maletas, habían llegado
ya los catalanes. Entonces, despuntando los años noventa, a primeros de agosto
la aldea multiplicaba su población por diez, las calles que durante el año
permanecían casi desiertas se llenaban de críos en pantalón corto que se
saludaban entre ellos después de once meses de escribirse cartas contándose
cómo les iba la vida en sus respectivas ciudades, la manía que les había cogido
la profe de Matemáticas y las ganas que tenían de hacerse mayores. Para un niño
de ciudad era una experiencia nueva ver, por ejemplo, de cerca una vaca,
tocarla o coger peras de los árboles o subirse en el remolque de un enorme
tractor y pasear entre campos infinitos de cebada. El Duero salpicaba con su
hipnótico arrullo los campos de espliego y de tomillo y las noches, apoyados en
el muro de la ermita bajo un lienzo negro y estrellado, se llenaban de eternas
charlas que se aplazaban cuando el sol, como un dulce de membrillo, aparecía
lentamente sobre el mantel azul del horizonte. Formábamos un grupo heterogéneo
y, con el paso de los días, los de Barcelona hablaban con acento maño, los
vascos adquirían un deje madrileño y los sorianos se iban a dormir diciendo adéu,
sin el menor recelo y con toda la curiosidad de saber más de las lenguas y
costumbres de otras partes de España, de esa España que años antes recibió y
acogió generosa y amable a nuestros padres. A pesar de que ninguno de nosotros
habíamos nacido allí y de que solo pasábamos tres o cuatro semanas al año,
aquel era y sigue siendo para todos y con todas las letras, nuestro pueblo.
Ismael Pérez de Pedro
Trabaja en una compañía logística
VILADECANS (Barcelona)
(XIII Antología)
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