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OLOR
A PÓLVORA
El
olor a pólvora aún parece acunarse en el viento. Ante las pupilas acuosas del
indiano, aplastadas por la canícula de agosto, cimbrean las cañas de azúcar
dormidas del Valle de los Ingenios, a las afueras de Trinidad. Lo envuelve todo
un aire sofocante, perfumado de hierba caliente y ausencias. En su mano, una
maleta acartonada y una nostalgia incipiente que se desborda antes de volver a
cruzar el gran puente azul entre silencios y miedo. Al otro lado, cuanto queda
de la madre patria. Desarbolada, cercenada, rota.
El
desenlace de la guerra le obliga a despedirse de la tierra de guanajatabeyes,
siboneyes y taínos. Del parloteo despreocupado de guajiros, derramándose en la
mañana como el borboteo de una fuente sobre abrevaderos olvidados. De los
paseos a media tarde por el dédalo de calles que tejen el corazón de la
capital, La Habana Vieja, entre el colorido silencio de sus iglesias,
conventos, palacios coloniales, patios enrejados y casas enjalbegadas. De los cremats
regados con ron añejo y el recuerdo de los marineros catalanes. De una melodía
de pieles que, más allá del blanco y el negro, beben del color de los terruños
fecundos, del café, de las hojas de tabaco que se prensan y retuercen tras los
muros de la fábrica Partagás. De un vínculo eterno entre dos pueblos.
Piensa
el indiano que es imposible abandonar Cuba. En cuanto regrese a España, la
memoria lo traerá de vuelta a los campos antillanos. Al olor a pólvora que
empieza a borrar la brisa.
Cèlia Roca Martín
Nacida en BARCELONA en 1980
Licenciada en Periodismo, Humanidades y Asia Oriental. Máster en
cultura asiática y marketing digital
Trabaja en el ámbito del marketing de contenidos y como periodista
(XIV Antología)
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