DERECHO DE GENTES
Dado que mi urbanización linda con la Universidad Francisco de Vitoria,
suelo presenciar cómo sus vehículos colapsan cada día el tráfico de la zona
frente a su puerta principal. Siempre a las cinco en punto de la tarde.
El resto de estudiantes, sin embargo, aprietan el botón de «pulse» del semáforo, cruzan la carretera y alcanzan la parada de autobús.
Diversas empleadas de hogar, sudamericanas en su mayor parte, finalizan su jornada en nuestra urbanización y pulsan ese mismo botón, aunque en el semáforo situado frente a nuestra puerta principal. En la parada justamente anterior a la universidad.
Cinco en punto de la tarde, también.
Pulsan «pulse» y no «clique». O no todavía, al menos: los anglicismos han conquistado el mundo, y ellas lo demuestran diciendo «closet» en lugar de «armario», «empacar» por «hacer la maleta», etc.
Los estudiantes, potenciales expertos en derecho internacional, acabarán contratando sus servicios algún día, pero hoy han de compartir el mismo transporte público con ellas.
Aunque las señoras ricas de los alrededores, al volante de impetuosos vehículos de alta gama, suelen atropellarlas de vez en cuando en los semáforos. En su prisa, no advierten la presencia de las mismas personas con las que conviven, a las que menosprecian. Dándose incluso a la fuga. Negando el menor derecho a quienes suelen decir «vereda» en lugar de «camino», «platicar» por «hablar», «entreverar» por «mezclar».
Todas estas paradojas acerca de la moral, la dignidad, la propiedad, etc., habrían inspirado a Francisco de Vitoria, su derecho de gentes, a dos simples paradas de autobús.
Mejor habladas que nosotros, más educadas en el trato y las formas, dichas mujeres representan los rescoldos sin digerir de nuestra colonización en América y el Siglo de Oro.
Juan Luis B.
(XVI Antología)
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