viernes, 6 de octubre de 2023

ANTOLOGÍA 2022: ELLA

 



ELLA

 
A su tumba no llevaron flores, y una lápida mal esculpida rezaba un nombre que no era el suyo. Hasta eso le arrebataron. Lucía de Medrano nació siendo Luisa, primera catedrática en la Escuela de Salamanca, y cenizas por empeño de Carlos I, que la borró de las efemérides solo por ser mujer.
 
Un libro roído, por el polvo y el tiempo, me habló por primera vez de ella. De sus ojos que no envejecían. De una sonrisa que alumbraba hasta los días grises. Pero su rastro era un Guadiana que iba y venía por archivos y bibliotecas de todo el país.
 
Dos años tardé, pincelada a pincelada, en recomponer su figura, rebautizada con varios nombres por el afán de burlar la censura. De epístolas en latín a tomos amarillentos me hablaban de una poetisa que, con su don de la palabra, se ganó a los mecenas, llegando a sustituir a Antonio de Nebrija como maestra, pese a las incomprensiones y recelos de la época.
 
En sus clases de Gramática, la lingüística solo era una gota en el océano. Ella hablaba de sueños y futuros, del hermanamiento entre fronteras, de respeto y tolerancia. De los viajes a América, del rol de la mujer en la sociedad, del derecho natural a nacer libres.
 
«Una mente moderna en un mundo aún antiguo», como decía su amigo Lucio Marineo, erudito italiano que compartió con ella docencia en Salamanca. Fue un escrito de este el que me llevó hasta Atienza, a un camposanto apartado que yace en una ladera.
 
Una suerte de Elíseo donde, a día de hoy, aún descansa Luisa. Y allí, inclinándome ante su sepulcro, le di el sepelio que le arrebataron. Le susurré que tanto esfuerzo había valido la pena. Que logró aquello que expresó en su última carta, aquella que invocaba: «El día que falte espero haber dedicado al mundo todas mis enseñanzas. Y, aunque borren mis huellas, no podrán eliminar mi corazón ni mi verbo de mi amada España».
 
 
Daniel Somolinos
Periodista
Tercer Premio Orola en 2012
(XVI Antología)
 
 

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