UNA MENTE
ENCLICLOPÉDICA Y UN ESPÍRITU CONCILIADOR
El
hombre pensativo se acaricia las luengas barbas. Hace poco que ha detenido el
frenesí galopante de su muñeca. Relee lo que lleva escrito y suspira. Pero es
tanta la emoción que le provoca su proyecto intelectual y moral, su ansia de
ilustración, su deseo de divulgación, que su Sententiae, la obra
pastoral que ahora le ocupa, le supone casi un remanso en medio de la vasta y
magna obra intelectual que se ha propuesto llevar a cabo. Estudioso del griego
y el hebreo, es consciente de que el latín peninsular que se extiende por la
Hispania visigoda debe ser un instrumento de unión, la argamasa que aglutine la
común aspiración de prosperidad material y espiritual del pueblo y sus reyes. A
pesar de que se encuentra en el momento álgido de su capacidad intelectiva,
sabe que la cultura en sí misma estaría coja si le faltase la ética, de ahí su
preocupación episcopal que ahora le ocupa. De repente, en medio de sus
reflexiones, entra en el estudio una mujer que le dice: «Descansa un poco,
Isidoro, es la hora de la cena y llevas muchas horas trabajando». Isidoro
levanta la cabeza y mira a su hermana. «Acércate, Florentina», le dice y luego
le lee un fragmento de su trabajo: «Es justo que el príncipe esté sujeto a sus
propias leyes. Pues solo cuando también él respete las leyes, podrán creer que
estas serán guardadas por todos». «¿Qué te parece?». «Qué sabio eres, hermano
—dice la hermana que tanto lo admira—, pero ahora descansa un rato». Isidoro le
sonríe y abandona su asiento. Salen juntos de la estancia, ella satisfecha por
no haber encontrado oposición a su súplica y él sabiendo que tardará muy poco
en volver al escritorio, tan ingente y ambiciosa es la tarea que se ha
propuesto llevar a cabo de transmitir la cultura clásica y unificar el reino
visigodo bajo una legislación y una lengua común.
Juan
de Molina
(XVII Antología)
(XVII Antología)
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