jueves, 15 de julio de 2010

ALMA

Lola Sanabria García, de MADRID


Me gustaba la niña de cara de mantecado y pelo de panocha.
La visitaba cada tarde, sin que nada hubiéramos acordado al respecto. Yo arrimaba una silla de anea a la suya, y me quejaba de la última paliza de mi padrastro. Ella dejaba las manos sobre el regazo,
la derecha dando cobijo a la izquierda, y me escuchaba.
Luego jugábamos a hacer sombras chinescas en la pared del zaguán de su casa.

Se lo comenté a un amigo y él me dijo: “No te escucha, es medio tonta”. A la tarde siguiente, cuando fui a visitarla, me quedé mirándole sus piernas exánimes rematadas en dos botas de cuero muy lustrado, sin atreverme a romper el silencio. Entonces ella subió su mano derecha y acarició el último moretón de mi cara. “¡Me duele!”, exclamé retirando la cabeza en un gesto instintivo. Bajó la mano, la dejó aleteando sobre su pecho, y dijo: “A mí también”.

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