su respeto al gigantesco cúmulo de olas no ganaba
ante la relajación dotada por el sonido atroz de la tormenta,
el viento, la calma.
Detenerse en la carretera mientras descendía la lluvia
era sobrenatural, como renacer, sanear, ella restablecía
el equilibrio en su frente; la oxigenaba de fuerza y hambre
de vida, la alejaba de la supervivencia del día a día.
En el crudo invierno, cual chiquilla envejecida huía a gritarle
al negro agua, a vencerle en profundidad para combatir
sus miedos; débil notaba la arena humedecida en su rostro,
entre sus ropas, sus dedos fríos la levantaban de su humillante situación. Ya en su vehículo escuchaba música hasta aparcarlo
en el garaje, dejando allí lo malo, lo angustioso, pues volvía
a lo real, a lo dinámico, a la carga, a su hogar.
CÁDIZ
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