Perseveraban a costa de su presente y de su futuro.
Uno peleaba con la parte pueril del discurso del otro,
quemando un hombre de paja sin sustancia.
Si uno paraba, el otro ganaba.
Entonces seguían por horas y años.
En ese goce sin retorno, prever los movimientos del rival
permitía ganar a veces el juego y ostentar el poder.
Después de cada disputa se avergonzaban por seguir juntos.
El rostro del otro era familiar y muchas veces bienvenido,
por eso, inconfesadamente, soñaban con volver al punto
donde se rompió la esperanza y repararla.
Conocer el laberinto era peor que pelear, porque creaba nuevas preguntas:
“¿Cómo parar de preguntarme qué hacer?
¿Cómo aceptar que no hay nada que hacer
o simplemente que no soy capaz de hacerlo?”
Así, girando, fracasaban cada día, mientras la vida pasaba sin involucrarnos.
Alejandra Adriana Tallarico
MADRID
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