Está sentado a la
sombra de claveles rojos.
Entre los dedos
desgastados se tambalea un libro con las tapas de cuero.
Agrietados.
No es fácil
distinguir a quién le pertenecen las heridas palpables del paso del tiempo.
Ya forman parte el uno
del otro.
Está sentado al
cobijo de un cerezo de fruto floreciente.
Permanece impasible,
inmóvil, hasta que Laura se acerca por la espalda y le sacude un
beso en la mejilla
derecha.
Parece revolverse de
dolor.
Ella nunca llegará a
comprender el desconcierto que provocan sus ataques furtivos,
su amor infatigable,
sus abrazos.
Está sentado,
espera.
Se despidió hace
tiempo del libro, del cerezo, de Laura, y de sí mismo.
Nuria Hernández González
MADRID
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