Cuando ya hacía rato que toda la gente se había marchado
del cementerio, Rosario continuaba rascando la oreja de la perra
que, como buena cazadora, sin mover un músculo,
miraba a la tumba y esperaba el silbido de su amo.
-Tú sí que le querías, verdad, ¿Linda?
La perra siguió sin moverse.
-Cuarenta años juntos y ni una sola lágrima. Se conoce
que las gasté todas con mi Ángel del Señor. –Dijo Rosario,
besando la fotografía de su hijo.
Al momento, la Linda , agotada de esperar el silbido de su amo,
cayó derrumbada sobre el regazo de Rosario, y desconsolada,
derramó lágrimas por ella.
Eugenio Rey Huerta
SANTIAGO DE COMPOSTELA (PONTEVEDRA)
No hay comentarios:
Publicar un comentario