LAS DIEZ
Retrocedo varios pasos mientras mis ojos pasean a través
de las
manecillas del reloj que adorna la vieja fachada de la
estación.
Con ellas intento atrapar un tiempo que se escapa ante
mí, dándome
la espalda y dejando tras de sí una estela de memorias
candentes que
deberán de enfriarse muy pronto. Recuerdos de una
familia, unos
amigos, un pueblo, un país. Recuerdos que me vieron nacer
y me
ayudaron a vivir. Recuerdos que me ofrecieron un suelo
donde pisar
y me dieron una invitación para morir.
A lo lejos, oigo el estallido de unas voces que avanzan
ahogando
el sonido de las calles por las que caminan. Mis ojos se
despegan del
reloj para contemplar, por última vez, las paredes de la
ciudad que
me ha arropado. Paredes ahora cubiertas por carteles,
panfletos y
pintadas que se enfrentan en color, forma e ideología.
Paredes que sirven de caballete a un dibujo nacional
descompuesto
por el descontento de un pueblo aplastado por la
injusticia.
Las voces vuelven a estallar, desviando mi atención hacia
la calle
desde la que nacen, mientras que por la puerta de la
estación se
distingue una voz que anuncia la inminencia de un viaje.
La salida
de un tren que me hará sentir como un extraño en el
momento en
el que emprenda su marcha. Un tren que me convertirá en
forastero
vaya a donde vaya.
Comienzo a andar hacia sus puertas, mientras que las
voces
aumentan su beligerancia. Subo arropado por olas de
protestas y
logro distinguir algunas pancartas que hacen su aparición
en la plaza.
Ahora sigo oyendo las voces. También las sirenas. Y
frente a las
puertas me siento culpable, inepto, vulnerable. De
repente, varios
estruendos coinciden a la vez. Uno el del reloj
anunciando las diez.
Otro que acompaña al inicio de la marcha del tren. Y otro
más que
acompaña a los gritos en una plaza que ya no puedo ver.
Pablo Bueno Duque
Estudiante de
Filosofía
(VIII Antología pág. 131)
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