LA LLAMADA DE LA
TIERRA
Alguien levantó la persiana de una ventanilla y unos
leves rayos
de luz se colaron en el interior del avión. Solo entonces
Julia reparó
en el detalle. Su asiento estaba en la fila 14, la misma
del viaje de
ida. “No llores cariño, en un par de años, estamos de
vuelta”, le dijo
entonces Manolo. Acababan de casarse pero en lugar de
luna de
miel, cruzaban el Atlántico en busca de futuro, de un
trabajo, de una
oportunidad, en busca de un destino. Todo provisional,
por supuesto, solo un paréntesis porque, como él decía,
“nuestras raíces siguen en su tierra”.
Pasaron dos años, tres, quince… y así hasta cuarenta y
cinco.
Siempre planeando el retorno. Llegaron los hijos y más
tarde los
nietos. Manolo siempre les habló de su pueblo, de sus
gentes, de
las tradiciones y de la tierra, sobre todo de la tierra a
la que “pronto
vamos a volver”.
Siempre la tuvo cerca, incluso físicamente. Conservó como
un tesoro
un saquito de arena que había llenado junto al río un día
antes de
emprender el viaje. Lo sacaba del baúl en cada bautizo y
repetía,
invariablemente, el mismo ritual. Cogía unos granitos y
él mismo
los ponía en la frente del bebé: “Has nacido aquí, pero
esta también
es tu tierra”.
Aquel saquito presidió cada cena de Nochevieja.
Después de las uvas, Manolo lo cogía en una mano mientras
con la
otra tomaba la copa para brindar y expresar su primer
deseo: “… este
año volveremos”.
Esta vez acertó, pero ahora Julia tampoco podía contener
las
lágrimas, incapaz de sacar de su mente tantos recuerdos y
la
imagen de ese saquito de tierra que ella misma había
colocado
cuidadosamente sobre su pecho y sujeto con las manos.
Julia no
podía dejar de pensar en la oscuridad de la bodega de
carga en la
que viajaba el ataúd de Manolo, abrazado a su tierra
antes de volver
a ella para siempre.
Jesús Espada
Triguero
Periodista
(VIII Antología pág. 135)
No hay comentarios:
Publicar un comentario