DROGADICTO ESPAÑOL
Como yonqui juicioso, ya había esnifado una raya de Mario
Benedetti en el baño. Conque, plácido a la vez que estimulado, me dirigí a mis
nuevos camaradas:
«Buenas tardes. Me llamo Leo Sabio y mi devoción por la
lectura comenzó cuando me administré el fardo completo de Historias de
cronopios y de famas. Después llegaron los alucinógenos millasianos, los
tranquilizantes cervantinos, la nieve peruana. Hasta un triste día en que no
pude sufragarme más droga y tuve que infiltrarme libros de cocina, pincharme
prospectos de antiinflamatorios, chutarme el pedigüeño cartel de un mendigo con
sus cancerígenas faltas de ortografía. Y aquí me tienen, engrosando este
universo endogámico que te absorbe sin piedad y para el cual no se ha
descubierto cura ni esterilización alguna. Por ello, les rogaría que si alguno
de ustedes ha conseguido asilvestrarse, no tengan reparo en compartir con este
muerto viviente el preciado antídoto. Muchas gracias por su atenta escucha».
Tras la terapia de grupo, tomé el metro y bajé en la
salida en que confluyen Galdós y Lorca. Aceleré el paso con Unamuno bajo el
brazo. Cuando llegué a mi apartamento, saqué los libros del botiquín y los
lancé a la chimenea con sumo cuidado, pues conocía sus contenidos inflamables.
Más tarde, al acostarme, sentí remordimiento y regresé a las ascuas. Allí
estaba, sin un solo rasguño, la novela Los libros arden mal, de Manuel Rivas. Y
junto a ella, cual pergamino egipcio, una hoja seca de ficción hiperbreve que
escribí en mi fase de mayor enganche:
«UN
HERBÍVORO EN LA FINCA DE PASTORA
Hoy
amanecí con el monte repelado. No dejó ni rastro el cabrito».
Esa noche sorprendí a mi esposa leyendo clandestinamente
mi candoroso microrrelato. Exclamó: «Eres un cerdo». Yo le respondí: «Y un
enfermo. Por favor, que alguien me abrace».
.
José Agustín
Navarro Martínez
Economista
(IX Antología)
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